Una terapia experimental con anticuerpos ofrece la posibilidad de frenar el avance del Alzheimer, mientras miles de familias en España conviven a diario con la enfermedad que borra recuerdos y consume identidades.
Por Ehab Soltan
HoyLunes – “Mi madre me mira, sonríe, pero no siempre sabe quién soy”, cuenta Laura, de 48 años, mientras acomoda una manta sobre las piernas de su madre en el sofá. La escena se repite en incontables casas españolas: fotografías familiares colgadas en la pared, un álbum abierto sobre la mesa, recuerdos que parecen palpables… salvo para quien los ha perdido.
El Alzheimer no se lleva solo la memoria de quien lo padece: también desordena la vida de quienes lo rodean. Hijos que se convierten en cuidadores, cónyuges que enfrentan la soledad dentro de una compañía silenciosa, nietos que preguntan por qué la abuela ya no recuerda su nombre.
En España, el Alzheimer afecta a más de «800.000 personas» (según estimaciones de asociaciones de pacientes), aunque se estima que el número real es mayor por los casos no diagnosticados en fases tempranas. Se trata de la principal causa de demencia, un trastorno que, en conjunto, alcanza a 1.2 millones de españoles y también se trata de una de las principales causas de dependencia y la enfermedad neurodegenerativa más frecuente..

El coste económico es igualmente colosal: superar los «20.000 euros al año por paciente» no es inusual, entre cuidados médicos, residencias, atención domiciliaria y la dedicación de familiares. Sin embargo, lo más difícil de medir es el precio emocional: noches en vela, renuncias profesionales de quienes cuidan, lágrimas contenidas tras una sonrisa diaria.
España no está sola en este reto. En el mundo, más de 55 millones de personas viven con demencias, y la cifra se duplicará en dos décadas si no se encuentran soluciones efectivas. La llegada de un nuevo fármaco, en este contexto, se convierte en una luz tenue pero necesaria.
El tratamiento experimental, basado en anticuerpos monoclonales, no promete recuperar lo perdido. Su aportación es más modesta pero crucial: ralentizar la progresión de la enfermedad, retrasando la pérdida de autonomía y la desconexión con el entorno.
Los ensayos clínicos muestran que actuar en fases tempranas del Alzheimer es esencial. Allí donde antes el deterioro avanzaba sin freno, ahora se abre la posibilidad de ganar meses o incluso años de calidad de vida. Para las familias, esos meses significan conversaciones que todavía pueden ocurrir, paseos aún compartidos, momentos que no se desvanecen tan rápido.
La ciencia sigue explorando caminos paralelos: terapias génicas, biomarcadores para un diagnóstico más temprano, programas de estimulación cognitiva que acompañen a la medicación. El horizonte no es aún la cura, pero sí un cambio en la trayectoria de la enfermedad.
En Europa continental, la Agencia Europea del Medicamento (EMA), evalúa que predominen beneficios al usar este medicamento, que no detiene, pero sí ralentiza de forma significativa la progresión del deterioro cognitivo causado por el Alzheimer y descartar riesgos para la salud.

España dispone de una red sanitaria pública que atiende de forma integral a los pacientes con Alzheimer, y de un tejido asociativo fuerte que acompaña a las familias. Asociaciones locales, fundaciones y centros de día son los brazos visibles de una sociedad que ha hecho del cuidado una prioridad compartida.
El reto está en cómo articular estos nuevos tratamientos dentro de un sistema de salud que busca siempre equilibrar equidad y sostenibilidad. La pregunta no es solo científica: es también social. ¿Quién tendrá acceso primero? ¿Cómo se garantizará que no sea un privilegio sino un derecho?
Los expertos coinciden: el éxito no dependerá solo del medicamento, sino de un abordaje integral que incluya diagnóstico precoz, programas de apoyo a cuidadores, recursos comunitarios y formación especializada.
“Si este medicamento hubiera estado antes, quizás mi padre todavía me contaría las historias de cuando era joven”, comenta Javier, de 52 años. No lo dice con reproche, sino con un suspiro que mezcla esperanza y nostalgia.

En las asociaciones, muchos familiares comparten esa sensación: no se trata de una cura milagrosa, sino de una oportunidad de ganar tiempo. Y el tiempo, cuando la memoria se escapa, es lo más valioso.
El Alzheimer nos recuerda, con dureza, que la identidad humana está hecha de recuerdos. Cuando estos se diluyen, el vacío interpela a todos: pacientes, familias y sociedad.
La llegada de un nuevo fármaco no cierra el capítulo de la enfermedad, pero sí abre una página distinta. Una página escrita con esperanza, ciencia y humanidad.
Quizá el desafío ahora no sea solo científico, sino profundamente social: ¿cómo acompañamos a quienes olvidan, mientras aprendemos como sociedad a no olvidarles a ellos?
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